martes, 6 de noviembre de 2012

El Gran Dictador y El Dictador

THE GREAT DICTATOR (El Gran Dictador-1940) de Charles Chaplin

¿Qué es El Gran Dictador sino una Gran Excusa? Un esquema narrativo estilo "Príncipe y Mendigo" o "Prisionero de Zenda" sirve como marco para algunas deliciosas pantomimas de Chaplin, en su tradicional personaje del vagabundo o bien como el grandilocuente dictador Hynkel de Tomania, desembocando en un discurso lleno de humanismo e irrealidad. Pero vamos por partes, joven lector/a, que esta noche tendremos un poco de todo.

El bigote totalitario

Al final de la Gran Guerra Europea, un despistado soldado (Charles Chaplin) salva la vida del piloto Schultz (Reginald Gardiner). Durante un peligroso vuelo sobre las líneas enemigas, el aeroplano debe efectuar un aterrizaje forzoso y nuestro protagonista queda amnésico. Luego de años internado, sale y regresa a la vida civil, reabriendo su antigua barbería en pleno ghetto judío. El dictador de Tomania, Adenoid Hynkel, ha aprobado una serie de medidas que perjudican a los judíos. En una de las redadas, el barbero es detenido por una patrulla comandada por el mismo piloto cuya vida salvara antaño. En honor a aquel gesto, el barrio comienza a gozar de un trato preferencial por parte de las fuerzas del orden.

En tanto, el dictador, cuyas fisonomía y facciones son similares a las del pobre barbero, pone en marcha sus planes de dominación mundial y para ello decide utilizar a los judíos como perfecto chivo expiatorio. Debido a su tolerancia racial, Schultz es arrestado y todos los habitantes del ghetto son paulatinamente deportados a campos de concentración. Mientras Hynkel está por entrevistarse con el dictador de Bacteria, Napaloni (Jack Oakie), y busca dar la más convincente impresión de poder, Schultz y el barbero tratan de escapar ataviados con uniformes militares. Los soldados los capturan pero, debido al notable parecido, confunden al barbero por Hynkel y lo conducen al podio donde debe hacer uso de la palabra frente a una congregación masiva del partido. Es la chance de arruinar todo o... apacigüar los ánimos y salvar su vida (y la de millones).

THE DICTATOR (El Dictador-2012) de Larry Charles

Bajando un par de escalones en valores cinematográficos tenemos El Dictador con el irreverente Sacha Baron Cohen. A pesar que a siete décadas de su estreno seguimos hablando de la obra de Chaplin, es difícil vislumbrar que se siga mencionando este otro felm mucho más de la siguiente temporada. Aún así nos aporta una actualización de las ideas y conceptos que El Gran Dictador nos pone en la pantalla de su época.

La barba democrática

A pesar de tener muy pocas luces, el dictador Aladeen (Sacha Baron Cohen) es el más notable personaje de la pequeña nación norafricana de Wadiya: es presidente, el más lúcido hombre de ciencia, mejor atleta, mejor amante, etc. Sin embargo todos estos méritos los consigue obviamente por amenazar las vidas de aquellos que lo contradigan o tengan la insensatez de superarlo. El régimen de terror que impone en la comarca está secretamente amenazado por una conspiración cuyo lider es su propio tío Tamir (Ben Kingsley). Un viaje a los Estados Unidos, donde Aladeen dirigirá la palabra ante unas Naciones Unidas preocupadas por los presuntos informes acerca de armas nucleares en Wadiya, brinda la posibilidad al tío de deshacerse de su inoperante sobrino. El agente asignado a su seguridad (John C. Reilly), pagado por Tamir, trata de liquidar a Aladeen pero luego de afeitar su tupida barba, perece en el intento.

Lampiño y sin su pintoresco uniforme, Aladeen se entera que el tío lo ha reemplazado con un sosías que anuncia en el discurso oficial la inminente llamada a elecciones y la creación de una república democrática en Wadiya. Encolerizado, Aladeen decide poner las cosas en su lugar, pero se termina involucrando con una joven activista (Anna Faris) que está a favor de todo lo que pueda denominarse "progresismo"; de hecho, dirige un pequeño supermercado de productos orgánicos en que la totalidad de los empleados son refugiados de todos los rincones del orbe. Como eventual aliado para obtener sus propósitos, Aladeen se reencuentra con su antiguo jefe del proyecto nuclear, el científico Nadal (Jason Mantzoukas), otrora enemigo mortal que ahora ofrece darle una mano a cambio de volver a estar a la cabeza de dicho proyecto.

A esto, súmele dos o tres secuencias realmente hilarantes y la constante bajada de línea hacia los vicios en que caen las democracias occidentales que, al tratar de parecer lo más inclusivas y abiertas posibles, se tornan en dictaduras de la mayoría. Un final a toda orquesta con discurso estilo El Gran Dictador y ciertos giros espectaculares no alcanza a tornar el entretenimiento pasatista en algo valioso.



Enlace

Difícil es ver estos felms sin que se nos disparen inquietudes o ideas. La simbología del poder, sea un bigotito bajo la nariz o una tupida barba (sin bigote); la visión, desde la cima, de los subordinados; la tendencia de ese poder a la hegemonía; la manipulación de la voluntad popular para justificar no solo el ascenso sino el permanente ejercicio del poder; la conceptualización de un enemigo, sea racial o ideológico, que conduzca a dividir aguas; los intereses que se mueven en las distintas capas del poder así como los que palpitan en los grupos que no están en el poder... desarrollemos una de varias ideas y pasemos al enlace. Muchas gracias, joven.

Se suele creer que la proliferación de las dictaduras se rebate con el fomento de la educación. Pero bien podemos observar que la educación es perfectamente manipulable y ningún gobierno se anima a destinar presupuesto para una actividad que estimule demasiado la corteza cerebral de sus ciudadanos. Como evidencia tenemos naciones bajo dictaduras cuyos pueblos gozan del 100% de alfabetismo pero que no pueden leer nada que se aleje de lo oficialmente impuesto o sacar provecho de sus saberes académicos. Entonces, tal vez, el factor de la aceptación popular de los dictadores y los mandatarios mesiánicos en lo educativo pase por la manera de desalentar o coartar las inquietudes en los ciudadanos: vean sino la candidez infantil con que abrazan un discurso y rechazan el ajeno, la permeabilidad hacia el panfleto propagandístico y la imposibilidad de leer entre líneas o sacar otras conclusiones que no sean ajenas.

El dictador es un maestro del mensaje. No deja detalles al azar debido a que posee un avanzado conocimiento de la psicología de los potenciales receptores del mensaje. Por lo tanto es perfectamente natural que el climax de ambos felms se plasme a través de discursos. En tal sentido, Hynkel y Aladeen nos dan sus cátedras magistrales como un pintoresco juego de espejos: es el barbero judío que declara principios humanísticos asumiendo la impostura del dictador y es el propio dictador africano que, desplazando al impostor, reconoce que el abanico benéfico de la Democracia genera mayor bienestar general. Ninguno de los dos se baja del poder, pero darse cuenta que otorgar concesiones y derechos es más satisfactorio que mantener un poder imbatible y absoluto es ya todo un progreso.

Claro, esto es cine. En la vida real la cosa cambia. Con la afinidad de los mandatarios democráticos a promover sus reelecciones, imagínese qué tan poco dispuestos estarán los dictadores a ceder siquiera un ápice del poder que tanto desgaste, sacrificio, manipulación y traición les costó poseer.

Darío Lavia

El discurso final

Decíamos, así como el dictador arenga a sus huestes para la guerra y el odio, también podría hacerlo para la tolerancia y la armonía. Imagínese uno que comunique semejante mensaje a sus ciudadanos:



Una perlita arqueológica de difícil visionado

THE DICTATOR (1922) de James Cruze: Comedia con toques revolucionarios, con el playboy Brooke Travers (Wallace Reid), "mejor versado en flappers que en frutas", hijo de un millonario que, para huir de un taxista (Walter Long) que lo persigue para que le abone lo adeudado, aborda un vapor rumbo al pequeño país sudamericano de San Mañana, controlado por el dictatorial general Campos (Kalla Pasha). En destino se involucra con un movimiento revolucionario, enamorándose de Juanita (Lila Lee), hija de Carlos Rivas (Theodore Kosloff), líder exiliado "por razones político-bananeras" y, a fin de cuentas, enemigo del millonario padre de Brooks, el "rey de las bananas" (Fred Butler). A pesar que los voraces intereses empresarios paternos serán perjudicados, Brooke se pone del lado de la revolución y ayuda a que el movimiento triunfe, derrotando a Campos, obteniendo el amor de Juanita y, finalmente, el respeto de su padre. Esta versión de la antigua comedia "The Dictator; a Farce in Three Acts" (New York, 1904) de Richard Harding Davis, que ya había sido llevada a la pantalla en 1915 con el galán John Barrymore, no pareció haberse estrenado en Sudamérica tal vez por el típico descontento que solían generar las caricaturescas visiones hollywoodenses de los países al sur del Río Grande.

Como aporte a esta columna observemos que, después de aguantar tantos dictadores, los pueblos parecen haber heredado una tendencia que hicieron gala aquellos líderes que tanto amaron al llevarlos al poder y tanto odiaron al derrocarlos: ¡cero autocrítica! Una comedia norteamericana de la época silente que parodia los diversos intereses en juego en los países latinoamericanos: la libre empresa internacional, el populismo conveniente del dictador, el idealismo del revolucionario (que al subir al poder terminará pactando con las mismas corporaciones o sus competidoras) y en el medio, o mejor dicho, abajo, el pueblo que no alcanza a percibir sino un eco de ese drama titánico. A pesar de una visión inexacta y pintoresca de los países latinoamericanos retratados, eso no debería invalidar la crítica. Pero bueno... así estamos, joven.

¿PERDISTE ALGÚN Nro. DE CINEFANIA? BAJALOS GRATIS