domingo, 2 de abril de 2006

Nicolás y Alejandra y El Violinista en el Tejado

La secularización, al igual que el gamexane, termina por infiltrarse aún en los rincones y agujeros más increíbles de nuestro sufrido globo.

Anatevka es el lugar. Allí, una aldea conformada por rusos y judíos que conviven normalmente dentro de una Rusia Zarista, son testigos involuntarios e inocentes de los últimos estertores previos a la abdicación del Batiushka Nicholás II. Dentro del humilde pueblo y más dentro aún, entre la comunidad judía, un lechero, Tevye, padece dentro de su seno familiar de todos los embates de los nuevos tiempos. Hombre de bien, que acostumbra a conversar con Dios en breves y sinceros soliloquios, Tevye tiene 5 hijas, tres de las cuales están ya en edad como para ser dadas en matrimonio, conforme a la Tradición.

La primera es desposada por un sastre pobre, luego de haberse los novios comprometido en secreto, dejando de lado a la Casamentera y por supuesto, la elección y permiso de la autoridad paterna. La segunda es desposada por un joven comunista que, ni bien contrae el compromiso prenupcial, huye hacia Petrogrado a fomentar revueltas en contra del régimen del Zar. Ni Casamentera ni permiso paterno obraron tampoco en este caso. La tercera se enamora de un joven ruso, Fyedka, quien no es judío. Aquí, no queda títere con cabeza. Ni permiso, ni Casamentera, ni bendición ni saludos; los dos jóvenes se casan en la Iglesia Ortodoxa, con lo que la muchacha, Chava, abandona todo vínculo con la religión judía y, por ende, con su propia familia.

Para que el cuadro se complete, mientras Tevye nos muestra el inexorable cambio provocado por los nuevos tiempos, un pogrom expulsa a los judíos de Anatevka de su tierra; y éstos se ven obligados a diseminarse por el Mundo, ya que Rusia no les ofrecería buena acogida entre sus lares. (Tras una breve reunión de deliberación entre los vecinos, el Sastre le pregunta al Rabino si no era una buena ocasión para que apareciera por fin el Mesías tan esperado, a lo que el Rabino contesta: "Creo que deberemos esperarlo en otro lado"). La lucha por mantener vivas dentro de los linderos de una familia, todos aquellos valores, preceptos y ceremonias que distinguían a un hogar judío de otro cualquiera, fue cediendo paulatina e inexorablemente, ante los embates del ariete del mundo exterior; con sus innovadoras ideas de "derechos", "igualdad", "libertad" y demases. ¿Podrá este desterrado pueblo de Anatevka ser un preanuncio o una velada admonición divina dirigida a la Real Familia Propietaria de toda Rusia?

"Nicholás y Alexandra", de Franklin Schaffner, no hace más que tentarnos a creer en que bien pudo ser así. Después de tres siglos de Romanov y de algunas concesiones recientes (las forzadas reformas como consecuencia directa de la revolución del 05 y la creación de la Duma -por citar un par de casos interesantes), la familia real se encuentra con que ese lazo eterno entre Dios, el Zar y el Pueblo, dejaba las etéreas salas de los cielos para encontrarse estrechado entre los rieles del tren que los conducía a Siberia.

Lento e inexorable, avanzaban los cambios que derivarían, a la postre, en el gobierno revolucionario de Lenin. Pero para Nicky (así lo llamó su padre, el Zar Alejandro III), tan generoso en buenos modales, tan cultivado en toda materia vinculada a Britannia, tan refinado y caballero como era, el gobernar un Imperio como el Ruso era sencillamente, un "Mandato Divino". Entonces, y más allá de las marchas y contramarchas de una Rusia convulsionada, el Zar sería una baza comunicante, un sarmiento, para que Dios llevara adelante Sus Designios, pero... "¿quién puede conocer los designios de Dios?" preguntaría Salomón el Sabio, y asunto concluido. Al decir de Tevye: "El Libro Santo siempre tiene una frase para cada cosa".

Nicolás significó el fin de los Romanov. Su propio padre, en vida (¡que obviedad!) ya lo tenía asumido. Del estilo de la autocracia popular de Miguel Romanov o del burocrático de Pedro el Grande, se convergía ahora en un híbrido anglófilo, cuyo varón unigénito, Alexis, que debía cargar con el peso del sacro nombre de su Abuelo Imperial, no pudo siquiera intentar reivindicación alguna, muriendo junto al resto de su familia fusilado por los Rojos (dejaremos a Anastasia y a Rasputin para otras plumas mejores ¡que buen modo de introducir la respuesta de Don Cerone!). Nicolás no llevaba en su sino las glorias que lo antecedían. Después de todo, no había elegido ser quien era, aunque él estuviera convencido de que Dios lo había hecho por él.

Para Tevye todo vínculo con la realidad estaba signado dentro de las paredes de su hogar y de su Aldea. Esa era La Realidad: la única. El destierro a que se vio obligado significó el desprenderse de cada cosa, de cada animal, de cada rincón, dejando jirones de su esencia misma sembrados por cada camino recorrido de Anatevka. Para Nicolás, cuya realidad era El Mundo, terminó perdiendo hasta su más mínima intimidad, abdicando desde el Trono hasta del último acto de la voluntad humana: el de la propia muerte.

Ambos tuvieron que huir, uno de su pueblo, otro de su Imperio. La deportación de la familia Real a Siberia les mostró a las claras a Nicolás y a Alejandra, que Siberia no constituía parte del Patrimonio del Zar. "Dios da, y Dios quita", le hubiera dicho Tevye, en tiempos más felices para ambos.

"Tan lejos tenemos que ir, para estar acá" (Charly García). Bowman ante el espejo, en un lejano cuarto de Júpiter...

Patricio Flores (dedicado a tres seres inolvidables: Topol, Richard Basehart y a Ron Moody)

PS: ¡Que escala! De Dios a Nicolás, a un Jefe Regional, a un Alcalde, al Rabino, a Tevye y su familia. No es que Dios no hable con los hombres, es que, con tanto oráculo y mensajeros, Su Mensaje llega bastante debilitado...

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